martes, 19 de febrero de 2013

Óleo de una mujer con sombrero


Una mujer se ha perdido
Conocer el delirio y el polvo,
Se ha perdido esta bella locura,
Su breve cintura debajo de mí.
Se ha perdido mi forma de amar,
Se ha perdido mi huella en su mar.

Veo una luz que vacila
Y promete dejarnos a oscuras.
Veo un perro ladrando a la luna
Con otra figura que recuerda a tí.
Veo más: veo que no me halló.
Veo más: veo que se perdió.

Una mujer innombrable
Huye como una gaviota
Y yo rápido seco mis botas,
Blasfemo una nota y apago el reloj.
Qué me tenga cuidado el amor,
Que le puedo cantar su canción.

La cobardía es asunto
De los hombres, no de los amantes.
Los amores cobardes no llegan a amores,
Ni a historias, se quedan allí.
Ni el recuerdo los puede salvar,
Ni el mejor orador conjugar.

Una mujer con sombrero,
Como un cuadro del viejo chagall,
Corrompiéndose al centro del miedo
Y yo, que no soy bueno, me puse a llorar.
Pero entonces lloraba por mí,
Y ahora lloro por verla morir.


                                                    Silvio Rodríguez



                                             

Dedicado... a quien quiere conocer el delirio y el polvo


sábado, 2 de febrero de 2013

Continuidad de los parques

En esta nueva actualización voy a cambiar las cortas líneas del verso por un relato corto, maravilloso, de Julio Cortázar.

 Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
    Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.